El Llamado del Pacto

Por John Andrew Morrow

Shafaqna (19 de mayo de 2019)

En el Monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí, en la antigua tierra de Egipto, vivía un monje llamado Juan el Calcedonio. Hombre de fe y convicción, había dedicado su vida a Dios, a la oración, al ayuno, a la contemplación y a la soledad. Y qué mejor lugar para servir a Dios que la Península del Sinaí, al pie de dos montañas sagradas: el Monte Sinaí, donde Dios habló a Moisés y el Monte Catalina, donde el cuerpo martirizado e incorrupto de Catalina de Alejandría ―que había sido torturada hasta la muerte debido a su fe cristiana― fue transportado por los ángeles a lo alto en el siglo IV.

Sí, este sitio lo elegiría cualquier hombre de Dios. Estaba rodeada de lugares sagrados y reliquias: la cueva donde Moisés oró durante cuarenta días y cuarenta noches; la piedra sobre la que Moisés rompió las tablas; el lugar donde se adoraba al becerro de oro y el lugar de su destrucción; la roca de la que Moisés, por la gracia de Dios, hizo correr el agua; las doce fuentes de las doce tribus de Israel; la huella milagrosa de Aarón, marcada en la piedra; un misterioso monasterio en las montañas desprovisto de campanas pero en las que estas sonaban de manera milagrosa; el lugar a donde Elías huyó del malvado rey Acab y de la malvada reina Jezabel, así como la zarza ardiente que durante miles de años nunca se consumía en el centro del monasterio de Santa Catalina.

Sí, en verdad, este era el lugar para alguien realmente piadoso. Esta era la tierra prometida para un amante de Dios. El Monasterio de Santa Catalina no era un recordatorio de viejos milagros. Era un lugar de portentos vivientes donde trece lámparas ardían de manera prodigiosa sin necesidad de aceite y era imposible apagarlas. Cuando un monje moría, la lámpara se apagaba. Pero cuando un monje reemplazaba al fallecido, la lámpara se encendía, por sí sola, milagrosamente.

Y mientras uno podía pasar toda la vida preguntándose asombrado por todos los signos de Dios que rodeaban a un buscador espiritual en el Monasterio de Santa Catalina y su región circundante, allí se encontraba un documento precioso ―prácticamente nuevo― que intrigaba al monje. En comparación con los elementos de la biblioteca del monasterio, algunos de los cuales databan de los primeros tiempos del cristianismo, resultaba una verdadera novedad. El artículo singular era la palma de una mano negra estampada en la piel de una gacela. Se trataba de una promesa de protección que había sido concedida al monasterio hacía dos décadas por un joven pastor convertido en líder de caravana. El abad de la época, San Juan Clímaco, autor de “La Santa Escala”, había profetizado que el loable joven, Muhammad, se convertiría en profeta de los árabes paganos. Fue él quien pidió una carta de paz a Muhammad. Fue él quien la exhibió en el corazón mismo del monasterio. ¡Cuánto esperaba ver el cumplimiento de su profecía! Pero, por desgracia, no fue la voluntad de Dios, ya que San Clímaco falleció en el año 606, apenas cuatro años antes de que Gabriel se apareciera a Muhammad en la Montaña de Luz en La Meca.

Después de que Muhammad fuese relevante, el monasterio envió una delegación de monjes a Medina en el año 623 y allí recibieron una lista detallada de derechos, libertades, privilegios y protecciones. El mismo Profeta regresó con ellos, en compañía de sus compañeros más cercanos, para realizar una peregrinación al monte Sinaí y rezar por el alma de San Clímaco, quien había creído en él desde el principio. Cuando falleció Muhammad en el año 632, el mensaje del Islam se había extendido por toda Arabia y estaba a punto de iluminar el resto de Oriente Medio. Algunos de los monjes del Monte Sinaí estaban contentos y en paz. Otros, sin embargo, estaban preocupados.

En los albores de la conquista musulmana de Egipto en 640, cada vez se conocía más el Islam en la región. El mensaje de Muhammad en La Meca resonó por todas partes. Se centraba en la fe y el temor de Dios. Fue moral, ético y apocalíptico. Sus dichos, que habían circulado por toda la región, sonaban como los de Jesús. Incluso su primer mensaje de Medina resultaba dulce a los oídos de casi todos. La religión de Muhammad no era nueva. Era la religión de Abraham, Moisés y Jesús. Él, simplemente, la resucitaba. Si Muhammad se hubiera detenido en ese momento, seguramente los judíos y cristianos lo habrían aceptado como uno de los suyos. Pero su mensaje cambió.

Después de dejar expuesto lo que tenían en común y de enfatizar los temas de la universalidad teológica, el resucitador se convirtió en reformador. Comenzó a criticar los credos de los judíos y de los cristianos. Entró en el peligroso campo del debate dogmático. Su conocimiento de la diversidad doctrinal asombró a sus adversarios. Exhibía las contradicciones existente entre las doctrinas con gran habilidad teológica, resultando siempre superior. Y los corregía en cuestiones de cristología. Algunos estaban confundidos, otros perplejos. Algunos estaban asombrados, otros maravillados. Basta decir que para el año 640, el período de luna de miel entre el Profeta Muhammad y los monjes del Monte Sinaí, había llegado a su fin. Siempre y cuando él estuviera de acuerdo con sus creencias, lo respetaban y reverenciaban como un hombre de Dios. Pero apenas ponía en duda elementos de su credo y leyes canónicas, algunos de ellos comenzaron a verlo como un hijo de Satanás y una bestia que llamaba al Anticristo.

Juan el Calcedonio era un hombre de fe y de razón. La cálida actitud hacia Muhammad y el Islam pudo haberse enfriado considerablemente en el momento en que se unió al Monasterio de Santa Catalina. Sin embargo, no era un hombre encadenado al dogma y a la doctrina. El cambio radical de algunos de los monjes le recordaba a los judíos de Medina. Ellos también tenían profecías sobre un profeta árabe. Ellos también lo habían aceptado inicialmente. Sin embargo, ellos también le habían dado la espalda cuando deseó modificar algunas de sus creencias y prácticas. La religión puede hacer que la gente sea obstinada. No obstante, Juan era un hombre pensante, que creía en la oración, contemplativo, que confiaba en los dictados de su corazón. Y este siempre le había dicho que el mensaje de Muhammad era verdadero. Acaso, ¿no fue todo predicho por el mismo San Clímaco? ¿No fue este el paso simbólico de la antorcha espiritual del cristianismo al Islam? ¿No fue un ejemplo de luz sobre luz y de santidad? La diferencia entre el cristianismo y el Islam era de grado. La transición de Jesús, hijo de Dios, a Jesús, espíritu de Dios, fue fácil para Juan. Cuando se trataba de Jesús, las enseñanzas del profeta Muhammad eran claras: no era Dios quien se había hecho hombre, sino era el hombre quien se había hecho uno con Dios. La mente del Calcedonio lo entendió y su corazón lo confirmó.

Muchos monjes se inquietaron cuando les llegó la noticia de la propagación del Islam en Egipto. ¿Los demonios que siguieron al falso profeta destruirían su santo monasterio? Con todo, Juan encontró una paz interior cada vez mayor a medida que se acercaba el Islam. Las tribus árabes del Sinaí fueron invitadas al Islam y se unieron a los ejércitos musulmanes. Comenzando por el campo, luego las aldeas, luego las ciudades, sumaron sistemáticamente todo Egipto. Los monjes se tranquilizaron. Los ejércitos musulmanes que temían y los espantaba, se alejaron completamente del Monasterio de Santa Catalina. Parecía que el “Ashtiname” (Pacto) de Muhammad, la Carta de Paz del Profeta, proporcionaba un perímetro de protección. Los monjes que habían dudado del Mensajero de Dios y que habían calumniado su nombre, derramaron lágrimas de vergüenza. Se aferraban a su fe cristiana. Conservarían su monasterio. No se les cobrarían impuestos. Estarían protegidos por la promesa del Profeta que pasaron a valorar más que nunca.

Juan el Calcedonio estaba sentado en su celda frente a una Biblia medieval bizantina bellamente ornamentada y una espada árabe envainada. Una de las tantas que habían acumulado los monjes por temor a verse obligados a protegerse de los musulmanes invasores y morir como mártires. Juan miró su Biblia y su espada. Había llegado el momento de tomar una decisión. ¿Cuál era la mejor manera de defender la Palabra de Dios? ¿Debería luchar contra los musulmanes o unirse a ellos? ¿Debería estar con los bizantinos que habían oprimido a los judíos y a sus hermanos cristianos durante siglos y que ahora estaban luchando contra la fe del Islam? ¿O debería ponerse del lado de los musulmanes cuyo nuevo y último Mensajero de Dios había prometido proteger a todos los creyentes? Comprendió entonces que la mejor manera de resguardar la fe del Monasterio de Santa Catalina era defendiendo los principios del Profeta Muhammad, quien había prometido proteger el recinto. En esa encrucijada de la historia y la religión, la mejor manera de custodiar la doctrina de Jesús era defendiendo la doctrina de Muhammad. El Calcedonio miró su Biblia y su espada por última vez. Tomó a Dios y a los ángeles como testigos. Agarró la espada, salió de su celda y abandonó el monasterio para unirse a la yihad y difundir el mensaje de Muhammad.

El profesor John Andrew Morrow completó su doctorado en la Universidad de Toronto, donde cursó Estudios Hispánicos, Indígenas e Islámicos. Es autor de Finding W.D. Fard, Islam and the People of the Book, Restoring the Balance, The Covenants of the Prophet Muhammad with the Christians of the World, Islamic Images and Ideas, Religion and Revolution, Islamic Insights, the Encyclopedia of Islamic Herbal Medicine, and The Allah Lexicon, entre otros libros académicos.

El Dr. John Andrew Morrow junto con Charles Upton dirigen la “Fundación los Pactos del Profeta”. Se trata de una organización sin fines de lucro  dedicada a promover la paz y la justicia de acuerdo con el modelo de pluralismo religioso y amistad interreligiosa establecidos por el Profeta Muhammad ―la paz y las bendiciones sean con él y su progenie― en sus Pactos, sus Tratados, sus Cartas, su Sunnah y el Sagrado Corán.